viernes, 22 de enero de 2010

Ciudades ocasionales Espacio público y transformación social (Post it City)

Jorge Jiménez

Solo encuentro en la oscuridad

lo que me une con la ciudad de la furia

Soda Estereo.

Como salida de una película del cine negro, la ciudad de la furia emerge como interrogante, proyectando sus largas sombras, dejando al descubierto algunos resquicios e innumerables fisuras, haciendo de su oscuridad el enigma que convoca a preguntarse por su naturaleza, por su sentido y por sus sinsentidos. Intentaré en las líneas que siguen esbozar algunas ideas en torno a una filosofía de la ciudad partiendo de un evento que ha sido denominado Ciudades ocasionales o Post-it City, proyecto de investigación y exposición itinerante de numerosos fenómenos de ocupación del espacio público (y en algunas ocasiones, privado) que tuvo su primera puesta en 2008 en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y que ha continuado, durante este año en el Museo de Arte Contemporáneo de Chile, luego en el Centro Cultural de Sao Paulo y que concluirá en Buenos Aires en el 2010.

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Podríamos entender la ciudad contemporánea como un hiperobjeto estético-funcional. Con esto quiero referirme a la particularidad de su constitución, ya que se trata de un objeto, o más bien, de una objetualidad de dimensiones muy complejas, que comprende oblicuamente espacialidad y temporalidad como condiciones ontológicas básicas. Tales condiciones, es decir espacialidad y temporalidad, posibilitan interpretar la ciudad como una totalidad, cuando se pone de relieve su articulación con la dimensión performativa y el habitar: el sujeto urbano no solo hace un uso funcional de la infraestructura y los servicios que ofrece la ciudad sino que también experimenta su constitución estética, semiótica e imaginaria —aunque no siempre tenga plena conciencia de ello. Por eso es que planteo la ciudad como un hiperobjeto estético-funcional. Esencialmente ligado a ello, el habitar la ciudad implica la incorporación de la subjetividad social, en tanto categoría ligada específicamente a la praxis. Así habitar es la cualidad del sujeto urbano, su capacidad para construir, vivir y transformar un mundo que, a diferencia de la naturaleza, le es propio y se encuentra atravesado por una erótica que se debate en la tensión que genera lo apolíneo y lo dionisíaco, el orden y el caos, la razón diurna y la oscuridad que nos une a la ciudad de la furia.

Mientras los artistas del siglo XIX europeo aspiraban a la creación de la obra de arte total —Wagner proponía como su prototipo a la ópera—, se olvidaban de que esa condición, por excelencia, le correspondía a la ciudad (en el canon de las bellas artes se establecía a la arquitectura como el primer arte y el más comprensivo, todavía no se hablaba de urbanismo). En efecto, la ciudad, posiblemente desde remotos tiempos premodernos, se constituyó siempre como la expresión más acabada y ambiciosa del quehacer artístico, no solo por el hecho de que como tal es un producto artístico de grandes dimensiones, sino porque consiste en una suerte de matriz cultural en la que se producen todo otro tipo de obras y procesos artísticos.

Ahora bien, la modernidad ha conformado la espacialidad de la ciudad como una espacialidad esencialmente política. A diferencia del espacio cósmico y religioso de la ciudad medieval, en la ciudad mercantil-burguesa y, en particular en la ciudad republicana de la ilustración europea, el espacio desacralizado deviene politización. Lo cual debemos entenderlo como un espacio que disputa la clase dominante con su ejército y policía, los trabajadores institucionalizados y los trabajadores precarizados o informales, los indocumentados, ilegales, las tribus urbanas, los inmigrantes, así como los sectores marginales y excluidos. Esta politización del espacio urbano se ha expresado en la polaridad establecida entre espacio público y espacio privado, la cual, a la vez, incluye los espacios formales e informales.

De igual modo, la temporalidad de la ciudad moderna y contemporánea, ha sido, por definición, la temporalidad de lo cotidiano, y, por ello, la temporalidad de lo profano. El ritmo temporal de la ciudad lo dejaron de marcar las campanadas de las iglesias y en nuestros días lo marca el reloj de pulsera o el celular de los demasiados habitantes. El tiempo que transcurre en la vida de la ciudad es el tiempo del diario vivir: un tiempo del preocuparse y del ocuparse, es decir, una temporalidad que inserta al sujeto urbano en la esfera del hacer diario, en la red infinita de servicios, solicitudes, trámites, consecuciones, desplazamientos, esperas, distracciones, consumos, entretenimiento, “pérdida de tiempo”, etc. Esta temporalidad produce una subjetividad esencialmente enajenada o heterónoma, colonizada por la maraña de las múltiples relaciones menudas que saturan la vida del habitante de la ciudad. En la cotidianidad, las contradicciones sociales tienden a aparecer como disueltas o enrarecidas y hasta enmascaradas, al igual que la espacialidad que propende a presentarse como espacio neutral. Por el tiempo cotidiano discurren el gerente y el mendigo y puede que circulen por espacios urbanos comunes (aunque eso es una coincidencia desafortunada para el primero), con lo cual la cotidianidad galvaniza la heteronomía de la vida cotidiana, creando una apariencia de neutralidad social y de ausencia de contradicciones políticas. De este modo, para la conciencia común del ciudadano medio, el tiempo y el espacio de lo cotidiano aparece como naturalidad, o sea como ámbito aproblemático, conocido, manipulado y familiar. Pero no hay tal: similar a lo siniestro freudiano, lo cotidiano que ofrece la ciudad retorna al habitante como lo desconcertante en medio de esa familiaridad, como el extrañamiento que emerge de lo íntimo, como una suerte de doble maldito. “Perfectamente” conocido, el espacio/tiempo de la ciudad, deviene oscuridad, es decir, enigma y aventura cuando el urbanita se logra percatar de la ciudad como objeto dinámico, vivo, contradictorio, complejo —objeto que siempre le deparará sorpresas; en fin, cuando la ciudad se devela como ciudad de la furia.

La cotidianidad es una temporalidad que aparenta ser disímil y contrapuesta a la temporalidad de lo histórico, ya que, la ideología de lo cotidiano, al fragmentar el mundo que le es familiar al ciudadano, procede a escindir la tensión dialéctica que se produce entre la vida cotidiana y la historia. Ésta, la historia, aparece como “el golpe de platillos”, el momento de excepción y culminación de una vida que fatalmente se diluye en la temporalidad cotidiana, y que por efecto de la heteronomía y enajenación, la vida cotidiana se constituye como tedio, insustancialidad, rutina, “un tiempo que deseamos, pase rápido” (como si dispusiéramos de otro tiempo distinto al cotidiano). Sin embargo, ya aquí se ha operado una mistificación de esa tensión dialéctica y, parafraseando a Kant podríamos decir que el tiempo de lo cotidiano desligado de lo histórico es ciego, y el tiempo histórico desligado de lo cotidiano es vacío.

La conformación de un espacio público es una manifestación, aunque enmascarada, de las contradicciones políticas de la ciudad. El espacio urbano deviene público cuando las tensiones entre los sujetos concurrentes logra cristalizar un ámbito de la ciudad como un espacio en apariencia “neutral” y donde se puede expresar la socialidad, de manera distinta a la forma en que se expresa en la esfera privada. Sin embargo, el espacio público también es una expresión de los grupos privados que tienen el poder económico y político: la hegemonía mediática, la proliferación simbólica y sígnica es una muestra clara, aunque disfrazada (bajo la apariencia de “paisaje” o de “embellecimiento”), de los sectores que ostentan el poder en la ciudad; el espacio público está cercado por la propiedad del gran capital y lo coloniza, condicionándolo sustancialmente, haciendo uso de él para afianzar su poder, para producir hegemonía y dominación. En nuestro país es usual leer un rótulo que reza: “La ciudad es de todos, cuidémosla”. Frase engañosa, ya que cuando la ciudad ha sido reclamada por los sectores populares y marginados, la respuesta de los poderosos ha sido la indiferencia o la represión policíaca directa. De igual modo, la administración neoliberal de la ciudad ha lanzado un proyecto para “repoblar” el centro de San José, el cual ha sido declarado “tierra de nadie” ya que sus antiguos propietarios lo han abandonado (físicamente, no jurídicamente) para construir sus feudos amurallados en los nuevos alrededores de la urbe. Sin embargo dicho proyecto consiste en sacar a los sectores marginales que provisionalmente se han apropiado de ciertas franjas de ciudad, para reconstruir el viejo centro citadino en los términos que le interesa al capital transnacional, a la banca privada y las instituciones dominantes. De tal forma que el espacio público aparece como una conquista social, como un logro de la comunidad, pero en realidad funciona como una franquicia para el desarrollo de los grupos en el poder.

La informalidad en el espacio urbano aparece tanto en la esfera de lo privado como de lo público. Es decir, lo informal atraviesa oblicuamente la espacialidad de la ciudad. Como bien sabemos, caracterizamos una acción o un producto como informal toda vez que no se ciñe a la normativa imperante, escapando así a los controles habituales, surgiendo de manera intencional, muchas veces de forma subrepticia, o bien de modo espontáneo, un tanto azaroso, en medio de ámbitos de mayor formalización y control. Lo informal es, en todo caso, un evento fáctico que la ciudad confronta de manera diversa: puede reprimirlo y rechazarlo, puede tolerarlo e incluso integrarlo y hacerlo suyo, puede acogerlo temporalmente y desecharlo, o bien por su carácter efímero, puede desaparecer del espacio urbano, dejando, a lo sumo, su huella en el registro documental.

Ahora bien, lo informal, en términos políticos, puede ser entendido como un efecto residual de las contradicciones que tensionan el espacio urbano. Toda vez que los mecanismos de poder que buscan organizar la espacialidad y temporalidad urbanas, no pueden contener ni controlar en su totalidad a los múltiples actores sociales, éstos, por más diluidos que aparezcan, logran implementar diversas estrategias para hacerse presente en la ciudad, una de ellas, y posiblemente una de las de mayor efectividad, sea el recurso a la informalidad. El recurso a la informalidad es una astucia de la razón popular ya que desordena el mapa del emperador y permite replantear las condiciones de dominación, aunque sea de manera epidérmica y temporal.

De este modo, la informalidad, o también ocasionalidad, puede tener diversas gradaciones: desde acciones de bajo impacto a la institucionalidad/legalidad de la sociedad hasta aquellas (ocupaciones, manifestaciones, barricadas, etc.) que desafían frontalmente el sistema de dominación.

Los eventos documentados en la muestra Ciudades ocasionales (Post-it City) recorren esa escala de gradaciones de la informalidad: desde lo puramente lúdico en los juegos de pelota de los jóvenes de Valparaíso, en la decoración que producen las alfombras que guindan de los balcones en Estambul y Barcelona, o las tomas efímeras de parques y calles en diversas latitudes del planeta, hasta la ocupación definitiva que buscan realizar los pobladores de sitios como Heliópolis, el antiguo muro de Berlín, o los ocupantes de un cementerio en San Salvador.

La constante de la ciudad ocasional es el trabajo precarizado, informalizado: los sectores desplazados por la economía formal/institucional necesitan trabajar todos los días y todos los días toman la ciudad. Es un sector de la economía que no termina de ser reconocido oficialmente, aunque diversas instituciones traten de reglamentarlo y normalizarlo. Movilizar 120 mil litros de agua al día, como sucede con las ventas de comida callejera en Hanoi, dinamiza estructuralmente la economía de la entera sociedad, sin duda, y obliga a la institucionalidad a tomar en cuenta la iniciativa informal de los habitantes.

Ciudades ocasionales pone en evidencia que la ciudad formalizada, la ciudad de la furia, produce estructuralmente marginalidad, miseria y violencia. Justamente, el concepto del habitar presenta ahí su dimensión esencial. Los sectores informalizados buscan habitar su ciudad construyendo, a la manera del palimpsesto, infraestructura sobre la ya existente —cuando existe alguna. El trabajo informal se expresa en esa construcción no planeada y en la actividad, en el ocuparse que le permite a esos sectores la supervivencia. Pero tal actividad no siempre es el mero ocuparse enajenado: la dimensión lúdica y estética articulada con la dimensión política de la movilización y de la organización que experimenta el grupo de ciudadanos informalizados, es un ámbito de la praxis y de la transformación social, como bien queda demostrado en La Salada, el mercado informal bonarense más grande de Latinoamérica. Pueda que sea tan solo un preámbulo, e incluso, muchas veces no pasa de ser un simulacro, pero, aún en esos términos, la experiencia de la calle es siempre una ganancia vivencial para los sectores populares —al menos por el poco de diversión y juego que experimentan. Así, la revista Kasandra narró el empeño iluso e irredento de unos “borrachitos” para celebrar un portal navideño en un lote vacío de un barrio josefino: como una apelación a lo lúdico, como una rehabilitación de la tradición popular navideña, unos cuantos personajes satanizados por la comunidad se convierten en aglutinantes de socialización, intercambio, fiesta, celebración.

Lo que documenta Ciudades ocasionales o Post-it City, consiste en múltiples eventos urbanos informales y subversivos que ya fueron pensados por los situacionistas durante los años sesenta, con sus derivas y psicogeografías, o bien, posibles modelos de las insospechadas zona autónomas temporales de Hakim Bey, durante los noventas, que van desde las utopías urbanas arcádicas a las proto-topías postpunk y micro-espacios de barriadas y vecindarios. De esta forma, la ciudad ya no espera únicamente el “golpe de platillos” de la historia para experimentar su transformación, sino que, similar a un mega organismo, la ciudad vive una digestión lenta pero perenne, una fisiología que da cuenta de su mutación.

En nuestros días, el nuevo siglo ha ido configurando a la ciudad como un panóptico virtual. De aquellos artilugios mecánicos decimonónicos ideados por Barker y Bentham, me refiero al panorama y al panóptico, ampliamente pensados por Foucault en Vigilar y castigar, la ciudad contemporánea ha seguido la pauta marcada por Orwell en 1984: las cámaras nos vigilan, ubicuas, en los espacios públicos y privados; la diferencia está en que ya no le vemos el rostro al gran hermano —o lo que es equivalente: el gran hermano presenta infinidad de rostros. Se trata de una hipervisualidad que se funda con la incesante repetición televisiva de los atentados a las torres de Manhattan, transmitidos desde el mismo momento del suceso. El fenómeno se inicia a mediados del siglo pasado: los procesos comunicativos no solo experimentan una proliferación mediática nunca antes vista, sino que, además, incorporan una nueva complejidad en los procesos hegemónicos de dominación social, cuya constante va a ser la conjunción estratégica de espectáculo, vigilancia y saturación (de imágenes, de pseudoinformación y de publicidad). Como una nueva vuelta de tuerca a la razón instrumental, el panoptismo virtual, articula y afina la malla del control público y privado, de lo formal e informal. Sin embargo, el evento ocasional en la ciudad, el fenómeno post-it vuelve a poner en crisis esas estrategias de dominación, aunque sea levemente. Buena cuenta de ello lo da el mapa de disidencia sexual en Barcelona: el panóptico virtual deviene voyeur, contrapanóptico, y se documenta, así, la informalidad erótica de la ciudad —devolviendo el orden de la lógica de la vigilancia. Con ello, frente a la fagotización de imágenes en tiempo real que rutinaria y minuciosamente realiza el poder instituido se plantea una interrogante: ¿quién vigilará a los vigilantes… y para qué?

Walter Benjamin dijo que la orientación de la realidad hacia las masas y de las masas hacia ella es un proceso de alcances ilimitados, lo mismo para el pensar que para el mirar. Así, en ese sentido, podríamos convenir en que ciudades ocasionales no nos revela algo nuevo; lo que es nuevo es la mirada y el pensar sobre aquellos fenómenos que siempre han sucedido en la ciudad. Hablo de la colonización estético-política de la calle ya no por un actor social habitual (sea este el emisario del poder instituido o los artistas que ocasionalmente “descienden” a la calle) sino por los colectivos ciudadanos, organizados o no, o el performance del artista de la mera calle (músicos, comediantes, “locos”, mendigos, vagabundos, desechables, profetas, adictos, pachucos, etc.) que parasitan el tiempo y el espacio urbanos y, a la manera de un detritus, dejan una huella que la ciudad de la furia, con sus mareas cambiantes, puede que borre o cristalice, puede que ignore o normalice. De este modo, la muestra ciudades ocasionales pone en evidencia que la transformación de la vida en ciudad nunca ha necesitado de las fórmulas mesiánicas emanadas desde el poder o desde el sin-poder, ya que la población la ha transformado perennemente —la ha transformado informalmente. La ocasionalidad de la ciudad evidencia que la articulación entre la temporalidad cotidiana y la histórica trabaja con lentitud pero inexorablemente —similar a la relación entre lo formal e informal, y además, que tal articulación es compleja y contradictoria. Ciudades ocasionales pone de relieve esa constancia del cambio, su bajo perfil, su noche perpetua.


Conferencia dictada por el filosofo Dr. Jorge Jimenez. 13 de noviembre del 2009

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